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NIÑOS EN TORAFE

[ Francisco Cuenca Anaya - Premio Andalucía de Patrimonio Histórico
]

Durante mucho tiempo se ha considerado la Historia como una sucesión de grandes acontecimientos, guerras y batallas; eran sus protagonistas caudillos militares, reyes y emperadores. Hoy se ve de otra manera, también interesa la gente sencilla, su vida sus costumbres. Vistas así las cosas, a la historia divulgada de Iznatoraf -asentamiento íbero, tal vez campamento de Aníbal y refugio de Cneo Pompeyo, fortaleza musulmana, cuna del padre Tavira y del cura Magaña- habría que añadir la de los hombres sin nombre que han hecho posible las hazañas de otros, que han labrado los campos, construido las casas que hoy mantienen blancas y limpias. Desde esa perspectiva traigo a estas páginas los recuerdos de quien hace más de medio siglo fue niño en Torafe.

La escuela era el eje de nuestra vida. Aprendíamos muchas cosas: Historia, Gramática, Dibujo, y sobre todo, Matemáticas, la materia preferida del maestro, mi padre. Aún no he olvidado, aprendida entonces, el área del círculo, del triángulo, de los polígonos, el volumen de la esfera, del cilindro, del prisma; ni el sistema métrico decimal, que tan mal se maneja hoy: en periódicos, en programas de televisión o radio, se leen y se oyen habitualmente disparates; mucho no saben que un metro tiene diez decímetros, que los decímetros cuadrados de un metro son cien, y mil los decímetros cúbicos de un metro cúbico. No hace mucho, refiriéndose a la intensidad de una tormenta, oí decir a la encargada de la información meteorológica que habían caído cien litros de agua por metro cúbico: ningún alumno de don Pablo lo hubiera dicho.

Al entrar a clase cada niño levantaba el brazo derecho con la palma de la mano extendida -saludo fascista- y decía: «Ave María Purísima», y el maestro contestaba: «Sin pecado concebida María Santísima». La jornada era larga e intensa; no había «deberes» para hacer en casa; todo se aprendía de la voz del maestro dentro de la escuela. Por la tarde, la cordial despedida: «Hasta mañana si Dios quiere y que Vd. lo pase bien».

Juegos en las fiestas

En la medio hora de recreo, las tardes de los jueves, en las que no había escuela, y los días de fiesta, jugábamos. Sorprende la cantidad de juegos que compartíamos los niños de Torafe y la complejidad de algunos: el «mocho» en la era Cantera, la «rayuela», el «aro», el «trompo», la «lima», «pillar», «pava», «los castros»...; y cada juego a su debido tiempo, había un calendario no escrito que respetábamos escrupulosamente.

Jugábamos a las bolas de cuatro o cinco maneras diferentes: «coco y hoyo», «la banca», «el triángulo», «al pique». Las bolas eran de muchas clases con valor diferente: «picudas», «gordas», «chicas», «de barro», «buenas», «cristalas», «níqueles», «cascabitos». Para conseguir las cristalas había que romper una botella de gaseosa; los cascabitos eran tuercas redondas que quitábamos a las camas metálicas, dejándolas desvencijadas; las de níquel procedían de los cojinetes, las picudas las hacíamos con trozos de teja o salegón que redondeábamos puliéndolos pacientemente con piedras más duras.

El rey de los juegos era el «cangreje». Uno de nosotros «amogaba», colocándose como para jugar a «piola» y los demás saltaban sobre sus espaldas recitando al mismo tiempo una larga retahíla: «cangreje»... «harina y harineje con culá»... «angarilla»... «una rodilla»... «dos rodillas»... «tengo un patio»... «muy bonito»... «con culá»... «en medio tiene una higuera»... «que echa los higos chumbales y a cascarle»... «la mujer que se los coma»... «a los nueve meses pare y a cascarle». Cascarle era dar un espolique con el talón del pie derecho en el culo del que «amogaba», que ya había sufrido culás, rodillazos y angarillas.

Luego hacíamos una serie de cosas numeradas del uno al veinte: «A la una "andó" mi mula»... «a las dos tiró la coz»... «a las tres los pajaritos a beber»... Lo de los pajaritos a beber era complicado; se necesitaba un pañuelo, y ésta era la primera dificultad, pues no siempre lo había disponible; por entonces oí por primera vez esta adivinanza: «¿Qué es una cosa que los ricos guardan y los pobres tiran?»; respuesta: «Los mocos, porque los ricos los recogen en sus pañuelos, y los pobres se suenan la nariz al aire y los echan al suelo.» De modo que el pañuelo era artículo de lujo. Conseguido, en un pico se envolvía una piedra, y cogido otro pico con los dientes, apoyados los pies en la espalda del que «amogaba», el cuerpo estirado y las manos en el suelo, moviendo la cabeza, se impulsaba el pañuelo a la mayor distancia posible; perdía el que había quedado más corto en su tiro.

A las quince tocaba «los meones» y todos teníamos que mear, aunque fuera poco, lo que no entrañaba mayor dificultad; lo peor venía después, porque a las dieciséis eran «los meones otra vez», de modo que formábamos corro y vigilábamos atentamente si salía de su sitio el chorro reglamentario.

Algunas de las frases que decíamos al saltar, no tenían sentido; en una de ellas, no recuerdo a qué número correspondía, «mandó el Rey una perrica blanca para que recorriera toda la montaña, pero sin caña». La montaña podía ser cualquiera de las que forman la hermosa Sierra de Las Villas, pero ¿qué hacía la perrica blanca recorriéndola entera? ¿Qué significaban las cañas prohibidas; por qué esa prohibición?

Los Reyes Magos añadían poco al acervo de nuestros juegos; dejaban algún coche de cuerda, que apenas resistía unas horas, trompas de música, tambores de hojalata, soldados de plomo, rompecabezas; pero la mayoría, no recibía ni eso, cuando a la vuelta de las vacaciones de Navidad nos preguntábamos unos a otros qué nos habían echado los Reyes, la respuesta más frecuente era: «a mí, un real y una naranja.» Conmigo, un año, fueron generosos, me dejaron Robinson Crusoe, el primer libro que recuerdo haber leído; en aquella versión el criado del protagonista se llamaba Domingo, mi padre decía que estaba mal, que su verdadero nombre era Viernes.

Una pelota de badana llena de serrín, paloduz, algarrobas, podíamos conseguir a cambio de trapos y alpargatas viejas, si es que no urgía más un plato o una taza para el vasar de la madre; el trapero exhibía su tentadora mercancía en una cesta de mimbre, y examinaba los harapos que se le ofrecían, todos no servían para el trueque, las alpargatas con suela de esparto no las quería.

Intentábamos cazar vencejos y buitres. Para los vencejos, a un trozo de papel, más o menos del tamaño de una cuartilla, le hacíamos en el centro un agujero de seis u ocho centímetros de diámetro, lanzándolo después envolviendo una piedra; el papel se desprendía, quedaba flotando en el aire, y pretendíamos que el vencejo se arrojase sobre él, pasara el cuerpo por el agujero y al quedar aprisionadas sus alas cayese al suelo. Sobra decir que jamás capturábamos ninguno, pero lo intentábamos una y otra vez desde la barbacana del Solano a última hora de la tarde, cuando el cielo se poblaba de pájaros que regresaban al dormitorio que tenían en las grietas de la muralla. No resultaba fácil conseguir el papel, la materia prima del artilugio; usábamos el de estraza, con el que «El Cojo León», o el dependiente de «La Uña» envolvían las sardinas de cuba o el bacalao, entonces comida de pobres, o periódicos, generalmente Arriba, que por aquel tiempo narraba las victorias del glorioso ejército alemán en todos los frentes.

En la caza de buitres no corríamos mejor suerte; nos habían dicho que cuando llenan el buche no pueden levantar el vuelo y es fácil capturarlos en tierra, de modo que al verlos descender sobre el cadáver de algún burro o mula abandonado a las afueras del pueblo, nos acercábamos a los comensales armados de garrotes; siempre en vano, pues ayudados por lo empinado del cerro daban dos o tres saltos y levantaban el vuelo. El fracaso era en realidad un alivio, caminábamos asustados, pues se decía que a veces atacaban a sus perseguidores y podían vaciarle los ojos con sus garras y picos.

Las fiestas religiosas ofrecían nuevas ocasiones para divertirnos. En las del Santísimo Cristo de la Vera Cruz, a primeros de septiembre, el plato fuerte eran los toros, primero el encierro, luego la capea, y antes levantar en la plaza tablados y tendidos. Subíamos y bajábamos por aquel andamiaje pagando a veces el tributo con algún hueso roto. Por la noche, «la pólvora», con sus cohetes y ruedas, y al final el esperado y temido «trueno gordo».

Recuerdo como algo extraordinario el día que me llevó mi padre a la feria de Villacarrillo; ocho kilómetros de ida, ocho kilómetros de vuelta, que recorríamos andando, pues había un solo coche en el pueblo, el de Luis «el Melonero» y su alquiler no estaba al alcance de nuestros bolsillos. La caminata valió la pena, tiré al blanco, comí algodón y subí a los caballitos; los movía a mano el dueño, que tocaba al mismo tiempo el bombo y los platillos; de vez en cuando preguntaba si queríamos más, decíamos que sí y continuaban las vueltas del tío-vivo hasta que se juntaban para el nuevo viaje ocho o diez chiquillos.

En Semana Santa, el canto de la Pasión, las procesiones de «morados» y «blancos», y sobre todo, la misa del domingo de Resurrección, en la que niños y mayores esperaban el «Gloria in excelsis Deo», momento en el que los soldados romanos, deslumbrados por el resplandor de Cristo resucitado, se arrojaban de bruces al suelo. Estábamos pendientes de quién se tiraba mejor, qué batacazo era el más fragoroso: Pedro «el Instalador» era un verdadero especialista, su armadura quedaba maltrecha, había que enderezar sus abolladuras para el año siguiente.

Juegos en las fiestas

En el Corpus, las fachadas de las casas se cubrían con ramas de álamo, las calles con mastranzos y juncia; esta alfombra, aunque sólo por un día, permitía juegos nuevos. Uno de ellos atrapar con lazos que ocultábamos entre el follaje el pie de algún viandante; otro, tirar de una cuerda cuando pasaba alguien sobre ella, provocando el traspié o la caída; caída, menos mal, amortiguada por la suavidad del tapiz que le recibía.

Los domingos, alguno de nosotros tenía acceso a un peculiar privilegio, dar los tres toques con que se llamaba a misa. No había campanas, defenestradas al comienzo de la Guerra Civil, ocupaban su sitio unas llantas que repiqueteábamos rítmicamente con un trozo de hierro.

Un día especial, el de la primera comunión; visitábamos a los amigos de la familia, que recibían un recordatorio y dejaban dinero; entre mi hermano Juan y yo, que comulgamos el mismo día, juntamos cuarenta pesetas.

Nosotros jugábamos, los mayores jugaban con nosotros, nos formaban para la reconquista del Imperio; uniformado -camisa azul y boina colorada- a los ocho años aprendí la instrucción militar: «Sobre el hombro ¡¡armas!!»... «presenten ¡¡armas!!»... «descansen ¡¡armas!!»... «rindan ¡¡armas!!»... Las armas eran fusiles de madera que tallaba primorosamente en su carpintería el maestro Mateo. Cuando quince años después fui a la mili, sabía todos los movimientos, el significado de las voces de mando y de los toques de corneta. Instrucción, misas de campaña, guardias ante la Cruz de los Caídos, y de vez en cuando marchas agotadoras; al regreso entonábamos «Yo tenía un camarada», «Prietas las filas», y otros himnos traducidos de los que por entonces cantaban las juventudes alemanas. A veces las canciones eran menos patrióticas. Una de ellas decía: «La lechera, sí señores / ha puesto una lechería / donde dicen que se trabaja / más de noche que de día». Los mayores -cadetes- explicaban a los pequeños -flechas y pelayos- en qué consistía el trabajo de la lechera.

Don Juan de la Torre, el jefe, se tomaba muy en serio aquella formación militar de la que la disciplina era componente básico. Un día, no recuerdo cuál fue mi falta, me arrestó y pasé muchas horas solo en un cuarto habilitado para calabozo en la calle del Convento; a última hora de la tarde me sacó de allí mi madre.

No sé si alguna vez los niños de Torafe volverán a correr y saltar como lo hicimos nosotros. Hoy, como los de todas partes, tienen en los juegos de ordenador su mejor pasatiempo; pero me atrevo a pensar que el placer que sienten al destruir las naves siderales que con sus alienígenas a bordo pretenden invadir la Tierra, no es mayor ni distinto al que sentíamos al superar las pruebas de «cangreje» o cuando un avión de papel lanzado desde la Cava remontaba el vuelo y lo perdíamos de vista camino de Villanueva.

Miguel, Máximo, «Rata», Gabriel, Sergio, Aureliano, Juan Antonio..., no sé dónde estáis, ni siquiera si estáis. Pedro Juan no está. Si nos reuniéramos un día, tal vez estrujando la memoria antes de que sea demasiado tarde, podríamos reconstruir la letanía completa de «cangreje», sus reglas, las de «pava», «los castros», y las de tantos otros juegos que vivimos juntos.

 

Texto: "Niños en Torafe", por Francisco Cuenca Anaya, en El Toro de Caña.
Revista de Cultura Tradicional de la Provincia de Jaén, número 8, diciembre de 2002
Fotos: Miguel Agudo
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