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UN TORAFEJO APICULTOR

Para mucha gente mayor todavía le puede ser familiar aquella estampa que, cada año en no pocas ocasiones, se reproducía en las calles de nuestro pueblo. Un hombre de tez curtida, ataviado con un blusón ancho, que le llegaba hasta las rodillas, un pantalón de pana, un calzado resistente y, un sombrero calado en la cabeza, o luciendo su cabello, salpicado, a veces, de blancas y plateadas canas. Sobre las espaldas, un recipiente sujeto con unas correas, una romana terciada sobre el hombro, un cacharro más pequeño a modo de medida. Otras veces el extraño personaje iba acompañado por un burro, que llevaba la dorada y dulce carga.

¡A la rica mielllllll! Este era su reclamo, repetido de forma intermitente, chocando su voz de pared en pared de las estrechas y casi laberínticas calles y, extendiéndose el eco por el abierto espacio, se iba perdiendo, de forma mortecina, en el dilatado y abierto horizonte.

¡A la rica miellll!, gritaba el hombre con potente voz. Y, dejando las tareas domésticas, salían las mujeres de sus casas, con sus sayos de faena, aquellos refajos que les llegaban hasta los tobillos, con los cabellos recogidos con un moño o con la cabeza cubierta por un pañuelo y, escoba en ristre, pronunciaban la frase consabida: el hombre de la miel. Lo esperaban en las puertas de las casas, y las vecinas cercanas lo rodeaban y le preguntaban por el precio de la miel, bien en dinero o al cambio por aceite o por garbanzos u otros frutos de nuestras ricas campiñas y calares, bañadas por los ríos Guadalimar y Guadalquivir y salpicadas por numerosas fuentes o atravesadas por fecundantes arroyos.

Aquella antigua estampa, vivida por nuestros abuelos y tatarabuelos, hace ya mucho tiempo que despareció. Parece que nos llevaba a la conclusión de que la miel no era un producto de nuestros montes y de nuestros llanos. Pero no fue ésa la realidad. He tenido ocasión de asomarme a los papeles que se refieren a nuestro pueblo, en el Catastro del Marqués de la Ensenada, aquel hombre, llamado Zenón de Somodevilla y Bengoechea, nacido en Alesanco, (La Rioja) en 1702, y fallecido en Medina del Campo (Valladolid) en 1784.

En 1743 el rey Fernando VI le nombró secretario de Hacienda, Guerra, Marina, Indias y Estado. Al poco tiempo de ocupar estos cargos propuso una reorganización completa de ingresos y gastos de la Hacienda Pública, que además incluía reformas de índole social; es lo que se conoce con el nombre de Catastro del Marqués de la Ensenada.

El valioso documento tiene 40 preguntas y lo correspondiente a nuestro pueblo empieza de esta manera:

“En la Villa de Iznatorafe comprehendida en el Reyno de Jaén a quinze días del Mes de Marzo de mill setecientos cincuenta y dos años...”
Pues bien, y con esto entramos en el tema que nos ocupa, la pregunta 19 del Catastro del Marqués de la Ensenada dice así:

“Si hay colmenas en el pueblo, cuántas y a quién pertenecen”.

Y esta es la respuesta:

“Hay en esta Población doscientas treinta y cuatro Colmenas propias de D. Juan Martínez Agudo y otros vecinos de ella”.

Este Juan Martínez Agudo, de 47 años en 1752, tomó parte activa en las respuestas del Catastro del Marqués de la Ensenada en Iznatoraf, pues aparece en todas las comisiones que se formaron, unas veces, como perito y otras, como testigo, nombrado por distintos Concejos. Hay una cita que no conviene olvidar, porque es elogiosa para este torafeño cultivador de colmenas:

“Y para que tenga efecto la citación exorto y re-quiero.......hagan comparecer a Luis Mathias de Arjonilla, Juan Martinez Agudo y Alfonso Gallego Herreros, fieles Apreciadores y Veedores de las posesiones del Campo de esta Villa, que asistieron como Peritos nombrados por ese Conzejo a las Diligencias de la Única Contribución...”
También aparece en un documento del Archivo Diocesano en que se trata de reelaborar los Estatutos del Hospital e Iglesia de la Concepción, ya que los primitivos se habían perdido. En la lista de personajes que se nombran en dicho documento, aparece también el Obispo Tavira, profesor entonces de la Universidad de Salamanca.

No sabemos el sitio donde estarían emplazadas las colmenas, pero es de creer que en la parte de la sierra, en esas tierras estériles de monte bajo, en los montes, bosques y matorrales, que tantas veces se nombran en el Documento del Marqués de la Ensenada.

Cuando en dicho documento se hace mención de las tierras pertenecientes al Común, se nombran, entre otras, la Tejeruela, la Dehesa de Abajo, el Ramblón, la Peña del Gallo, el Calderón, el Carrizal y el Colmenar. Por el nombre, este podría ser el sitio donde estuvieran emplazadas algunas colmenas, aunque es verdad que, debido a la abundancia de árboles frutales de todas clases, las colmenas podrían estar enclavadas en otros sitios, ya que las abejas no suelen ser delicadas y son especialistas en libar el néctar y el polen de las flores de toda clase de árboles como los granados, las higueras, las nogueras, los ciruelos, los guindos, los cerezos, membrillos, y, cómo no, de los olivos. Todos ellos vienen citados en el Documento que nos ocupa, como fuente importante de riqueza en aquel tiempo. Por otra parte, también en el término de este pueblo es abundante el tomillo, el romero, el espliego y otras plantas muy aptas para que las abejas produzcan la dorada y dulce miel, así como la cera que siempre ha tenido múltiples aplicaciones, incluso en el campo de la medicina.

Al que suscribe le encanta pensar en aquellas casas pequeñas, las colmenas, diseminadas por el campo, semiescondidas entre los verdes matorrales, que no eran ciertamente mansiones de inofensivas muñecas, sino de estos animales disciplinados, laboriosos, incansables, celosos de mantener siempre su territorio como única propiedad particular, y constantes buscadores de flores. Habría que verlas en plena primavera, cuando ya el sol había conquistado el firmamento y sus cálidos y refulgentes rayos alumbraban y calentaban el ambiente, salir de sus colmenas, primero las exploradoras, solamente para ver dónde se encontraban las multicolores flores, para volver a toda prisa y comunicar a las otras los lugares a donde debían dirigirse. Allí les esperaban los almendros, los granados, las higueras y demás árboles frutales, vestidos de fiesta y repletos de esperanza. En otros sitios sería el monte bajo con sus variadas matas, especialmente las preferidas por las abejas: el tomillo, el romero y el espliego, no sólo con sus flores abiertas, sino también con su aroma suave y deliciosamente atrayente. Cada mañana innumerables abejas, tengamos presente que cada colmena puede tener de 30.000 a 40.000 habitantes, saldrían hacia los sitios explorados por las especialistas, para volver después de haber recorrido largas distancias, con su bolsita llena de la sustancia que habría de convertirse en miel. Dicen los expertos que cada colmena puede producir de 25 a treinta kg. De miel.

Y aquel paisano nuestro, Juan Martínez Agudo, viticultor de tiempos pasados, juntamente con los otros, que también tenían sus colmenas, les dedicarían sus ratos, viéndolas entrar y salir por la piquera, (así se llama la puerta de la colmena), cuidarían que no les faltara la miel necesaria para el invierno, las defenderían siempre que les fuera posible de sus enemigos naturales, como el tejón, los lagartos y especialmente los abejarucos, cortarían las colmenas y llevarían la miel al pueblo, para el consumo familiar y, si la producción era abundante, la venderían a los mismos vecinos torafeños.

Como impuesto cada colmena estaba gravada con once reales al año. No sé si nuestro paisano apicultor, que tan directamente intervino en las respuestas que había que dar al Catastro del Marqués de la Ensenada, defendería, por la cuenta que le traía, que bajara el impuesto de las colmenas, aludiendo que el negocio no daba para tanto.

 

Texto y fotografías: Pedro J. Agudo (2003)
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