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LA CAZA EN EL FUERO DE MI PUEBLO

Francisco Cuenca Anaya (Premio Andalucía de Patrimonio Histórico)

Si vas por la carretera N-322, que parte de Bailén hacia Albacete, pasado Villacarrillo y antes de Villanueva del Arzobispo, a la izquierda, verás un pueblo encaramado a un cerro; es Iznatoraf, al que se le conoce con el nombre familiar de Torafe. Sube, que no te desanime lo empinado de la cuesta, la carretera es buena, las curvas amplias y suaves; si lo haces, me lo agradecerás: mi pueblo es hermoso de verdad. Aunque sean notables la iglesia, de la escuela de Vandelvira, sus arcos, torreones y murallas, si te ocurre lo que a mí, apreciarás más la autenticidad del conjunto, las estrechas calles, las casas blancas y limpias, y no olvides mirar las ventanas, algunas protegidas con viejas rejas; cualquier vecino te enseñará, orgulloso, lo que hay que ver: son amables mis paisanos; pero si quieres más información, pregunta por Salvador, trabaja en el Ayuntamiento y sabe de nuestro pueblo más que nadie.

No podrás ver, porque está depositado en el Archivo Histórico Provincial de Jaén, una de nuestras más preciadas joyas, el Fuero concedido a mediados del siglo XIII por el Rey San Fernando; Iznatoraf era entonces plaza importante, tanto que mereció ese privilegio. Otras ciudades, antes y después del Rey Santo, obtuvieron el mismo trato; a treinta y cinco kilómetros de Torafe, en la fachada de la Plaza Vieja, de Úbeda, una placa recuerda las fechas -17 de noviembre de 1526 y 3 de junio de 1570-  en que Carlos V y Felipe II, ante Nuestra Señora de los Remedios, juraron sus fueros.

Los fueros existieron en todos los reinos que integraban lo que hoy conocemos como España y dejaron de existir en casi todos los territorios cuando el poder público se organizó de otra manera; no se crea, como tantas veces se oye, que fueron institución privativa de las tierras del Norte; invocar los fueros como signo de identidad y hacer de la supresión un agravio, es una burda manipulación de la Historia.

Tiene nuestro Fuero 885 leyes, varias dedicadas a los perros y la caza. En cuanto a los perros, la muerte del ajeno se castiga con multa de cinco maravedís cuando se trata de alanos, sabuesos o galgos; diez mencales -el mencal vale un cuarto de maravedí- si de podenco; quince para el perro de ganado y cinco si es un “cáravo”, nombre del perro pequeño que podía pasar por el albollón; si la muerte del can ocurre por defenderse de él, no hay que pagar nada.

De estas normas subrayo la existencia en aquellos tiempos de cuatro razas que hoy subsisten: alanos, sabuesos, galgos y podencos. Claro que el origen de alguna de ellas es más remoto; hace unos meses, cuando paseaba con mi podenco “Aquiles” por la plaza de La Gavidia, uno de los “gorrillas” se me acercó y me dijo:

- Su perro es igual que los que pintaban los egipcios en las tumbas de los faraones.

He visto y leído esto muchas veces, pero sorprende escucharlo de un mendigo.

En cuanto a la caza, la ley 763 regula una materia controvertida sobre propiedad de la pieza; pertenece a quien la levanta, no a quien la mata o captura, sea “puerco, o enzebra, o ciervo, o liebre, o conejo, o perdiz”. Lo mismo, según nos dice Ortega y Gasset en el prólogo al libro del Conde de Yebes, “Veinte años de caza Mayor”, regía  en los pueblos primitivos. La costumbre pervive hasta nuestros días, y la Ley de Caza de 1970 prohibe abatir la pieza levantada por otro mientras dure la persecución.

Es curiosa la ley 769 que trata de la caza que llega al pueblo y es muerta en él; debe repartirse entre todos los vecinos, si bien la mujer preñada tiene derecho a ración doble. Parecido a este caso pero no idéntico, es el de la pieza llevada al pueblo por perros; debe guardarse hasta el tercer día, y si no aparece el dueño, repartirla. Que los perros traigan así la caza puede extrañar al lector de hoy, sobre todo si es hombre de ciudad, pero los que hemos vivido en pueblos sabemos que hace unas décadas, de vez en cuando, la perra de Juan o de Pedro aportaban algún conejo a la despensa. No hace mucho, unos quince años, Ulises, un pointer de mi hermano Angel, asomó una mañana a la casa con una hermosa liebre.

Otras leyes se ocupan de las trampas, losas, cepos y lazos; la pieza pertenece al que los puso, no al que la encuentra, y se castiga a quien la  toma del engaño ajeno y al que desmonta la trampa voluntaria o involuntariamente, si en este segundo caso no la arma de nuevo.

La lectura de estas leyes -no puedo referirme a todas- demuestra que eran habituales muchos procedimientos de caza que, más tarde, se prohibieron, aunque siguieran practicándose por furtivos.

Llama la atención la persistencia de las normas medievales hasta nuestros días. Cuando, siendo niño, disputaba con alguno de mis hermanos el derecho a la cabeza de la liebre o conejo guisados -para comer los sesos- mi padre, que resolvía inapelablemente nuestras controversias, decía: “la cabeza pertenece al matador”; pues bien, la ley 768 del Fuero atribuye al que primero hiera la pieza “la cabeza, con cuanto la oreja pudiera alcanzar, si puerco fuere”.

Por si algún lector -si lo hubiere- tiene curiosidad por saber qué animal es la enzebra, antes mencionada, diré que he leído su identificación con oso y onagro, pero ninguna de las dos versiones me parece acertada: la palabra oso tiene una raíz latina diferente “ursus” y el onagro no vivió en la península. En varios textos medievales se describe la enzebra o zebro como una especie de caballo, recio, de menos talla que el ordinario,  de color gris con rayas en las ancas y de carne selecta; parece que aún vivía en tierras de Almería y Murcia a finales del siglo XV. He leído que los portugueses, al explorar el litoral africano, vieron un animal parecido al zebro, por lo que lo llamaron cebra.

 

Texto: Francisco Cuenca Anaya (Premio Andalucía de Patrimonio Histórico)
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