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ENTREVISTA A JOSÉ CUENCA ANAYA

[ Ginés Donaire - El País, edición de Andalucía, publicado el lunes 15 de diciembre de 2003 ]

JAÉN 12-12-2003

El diplomático y escritor José Cuenca publica ´La sierra caliente`, un viaje sentimental por su infancia

La publicación rescata del olvido viejas leyendas, personajes y oficios de Segura y Cazorla

Ginés Donaire. Jaén
El diplomático y escritor jiennense José Cuenca Anaya realiza un vieja sentimental por su infancia en su último libro, La sierra caliente (Oberón).

En la publicación se va trufando la narración con leyendas que el autor rescata del olvido. Historias de recoveros, pineros, andarines y, en definitiva, de gentes entrañables de las sierras de Segura y Cazorla en los años tremendos de la posguerra. José Cuenca (Iznatoraf, Jaén, 1935), que ha sido embajador de España en Bulgaria, Rusia, Grecia y Canadá, fue galardonado con el Premio Jaime de Foxá con un anterior relato, Pancho.

La sierra caliente es, en palabras de su autor, “una historia de amor hacia los campos, ríos y pinares que forman el parque natural de Cazorla, Segura y Las Villas”, el mayor espacio protegido andaluz, con 214.000 hectáreas. Aunque nacido en la pequeña villa medieval y renacentista de Iznatoraf, la infancia de José Cuenca discurrió en primera instancia en Villarrodrigo, municipio enclavado en la parte más oriental de la Sierra de Segura.

Por la comarca segureña discurren la mayor parte de historias que narra el escritor jiennense, afincado actualmente en Madrid tras haber puesto fin a una brillante carrera diplomática. Su primer capítulo lo destina a rememorar el viaje tercermundista que se veía obligado a hacer en los años 40 entre Villarrodrigo y Sevilla, adonde su familia lo envió a estudiar el bachiller. El viaje duraba más de 40 horas y tenía varias escalas, lo que le da pie al autor a recuperar algunas leyendas asociadas a la historia de los pueblos que recorría. Como la del Ojanco, que da nombre al pueblo de Arroyo del Ojanco, que logró su independencia hace dos años tras segregarse de su municipio matriz, Beas de Segura. Según la leyenda, por esas cumbres habitaba un ser descomunal con un ojo en medio de la frente que tenía la costumbre de tragarse una doncella de las aldeas somontanas. Así hasta que un buen día un fornido mozancón decidió terminar con él metiéndole un hierro candente por el ojo.

Otro de los pasajes del libro se detiene en la historia trágica de amores desgarrados del Salto de la Novia, un riscal llamado así desde que una novia cayó por allí cuando iba a casarse a Santiago de la Espada. Cuenta la leyenda que la novia quería a un pastor y no al hombre que le habían impuesto sus padres, “y por eso pasó lo que pasó”. No menos curiosa resulta la historia de la hermana Ceferina, que iba montada en una borrica, encima de un serón lleno de higos blancos y brevales cuando se cruzó con el obispo de Jaén que estaba de visita pastoral por las aldeas serranas. Sofocado por el largo y fatigoso camino, el obispo quiso probar los higos de la señora, y ésta no tuvo ningún reparo al dirigirse a él: “no le dé cochura comer más, ñor obispo, sin son pa los gorrinos”.

José Cuenca se aproxima también a los oficios serranos que han ido languideciendo con el paso del tiempo. Como los arrieros “que transportaban cántaras de aceite, orcillas con miel, fardeles de nueces y costales de alubias, blancas y pintas, con frutos de capricho”; o los pineros, “aquellos segureños bien templados, de los que ya no se acuerda casi nadie”; o los recoveros que hacían de mercaderes en las aldeas más recónditas. De alguna manera, después de haber estado gran parte de su vida dando vueltas por el mundo, José Cuenca se muestra dispuesto en el libro a amarrarse bien las botas y emprender, con la misma ilusión que cuando era joven, “un viaje sentimental por las trochas y senderos de las sierras de Cazorla y Segura”.

Es un viaje literario lleno de nostalgia, pero que no pierde de vista los problemas actuales de estos pueblos serranos. Las incertidumbres del aceite –“no pintan bastos para el olivar”, sostiene-, los bajos precios de la madera o los malos tiempos para la ganadería son otras cuestiones que Cuenca aborda en La sierra caliente. A su juicio, el alejamiento de los grandes centros de consumo, las malas comunicaciones, los abusos del caciquismo y la pésima explotación de los recursos naturales son las causas del retraso endémico de esta comarca. Sin embargo, también reprocha a los “burócratas de espacioso despacho enmoquetado” su empeño por gobernar la sierra desde la distancia y sin ningún apego a su realidad social. Lamenta igualmente la resignación de muchos serranos cuando dice que “muy pocos pelean contra los embates de eso que llamamos modernidad”.

Parafraseando al poeta Marañón, José Cuenca cree que quienes aseguran que cualquier tiempo pasado fue mejor no se pueden imaginar lo que era un dolor de muelas en el siglo XV. Por eso, aunque Cuenca ha combatido su soledad rescatando de la memoria pasajes de su infancia, ahora no quiere que la sierra vuelva sus ojos al pasado, aunque rechaza ciertas lacras que, según destaca, “le han traído la modernidad y unos ciertos valores importados”. Se muestra optimista de cara al futuro y esperanzado con los resultados del parque natural. Sin embargo, cree que es preciso “encontrar un espacio de concordia entre la vieja y vapuleada tribu cazadora y la animosa y juvenil familia ecologista, porque ambas tienen su verdad”.

El fiasco del petróleo

Ahora que el Gobierno de la nación ha vuelto a autorizar la búsqueda de petróleo en la Sierra de Segura, José Cuenca recuerda el fiasco que supuso, a mediados de siglo pasado, una experiencia similar en La Puerta de Segura. “Las autoridades prometieron un espléndido futuro, colmado de dones incontables, para toda la región”, escribe el autor jiennense. Pero acto seguido explicaba así la decepción posterior: “todo aquel barullo no era sino un puro desatino: criaturas aventadas y de poco seso, que estaban poniendo la Sierra patas arriba”.

En otros capítulos, José Cuenca aborda con un prosa pura y ágil leyendas sobre las truchas, la caza, las fiestas y el folclore popular, los castillos y guerreros y un pasaje muy singular sobre los curas de la sierra. De éste último destaca el referido al cura de Burunchel. Don Fulgencio, que así se llamaba, hizo correr su reputación de docto por la comarca, sin que nadie osara poner en entredicho los méritos de que tanto alardeaba. Sin embargo, cuando el rey vino a los cotos de Cazorla y Segura a cazar comprobó que el cura “no era si no un gárrulo pedante, excesivo de verbo y duro de mollera, que había propagado la imagen de sapiente para mejor medrar a costa de sus sencillos feligreses”. El monarca decidió darle un escarmiento y lo llamó a sus aposentos para someterlo a un interrogatorio con el que probar su inteligencia. Al final, el cura se salvó gracias a un pastor llamado Marcos, de increíble parecido a él, que fue el que compareció ante el rey por estar mucho más ilustrado.

 

Texto de Ginés Donaire, aparecido en El País, edición de Andalucía,
publicado el lunes 15 de diciembre de 2003
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