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[ PREGÓN DE FIESTAS 1999 ]

LOS QUE SE FUERON

ROMÁN OROZCO

29 de agosto de 1999

Hace unos días recibí una llamada de vuestro alcalde, José López Villacañas, quien gentilmente me invitaba a ser pregonero de estas fiestas en honor del santo patrón, el Cristo de la Vera Cruz.

Naturalmente, le dije que sí. Que para mí era un honor dirigirme a mis paisanos, aunque a la mayoría de ellos no los conozca personalmente. Pero estoy seguro de que muchos de sus apellidos me sonarán familiares.

Cuando ya en la soledad del escritor frente al folio en blanco me senté a perfilar unas líneas, me pregunté: ¿y qué hago yo de pregonero de unas fiestas que no veo desde que era un mozalbete y correteaba por aquí con mi primo José Manuel, el hijo de Catalina y Manuel, herrero y además sacristán de la histórica parroquia de Nuestra Señora de la Asunción?

La primera obligación del pregonero de unas fiestas, me dije, es animar a los vecinos a que disfruten de los días festivos que les aguardan. Ensalzar las tradiciones, los festejos, sean éstos religiosos o paganos, que los hay para todos los gustos. Es obligación de un pregonero que se precie llamar a los vecinos del pueblo a que asistan con entusiasmo a todos los actos que se preparan.

Pues bien, eso es lo que hago. Hoy es el punto de arranque de unas jornadas festivas que se alargaran hasta el día 7 de septiembre, cuando una monumental traca ponga punto final al jolgorio de todos estos días.

De aquí al día 7, en este antiguo pueblo habrá fiesta religiosa, con misas y procesiones en honor del patrón, el Santísimo Cristo de la Vera Cruz. Pero habrá también representaciones teatrales para niños y adultos, conciertos de las bandas de Torafe y de otros pueblos vecinos, toques de diana, triduos y repiques de campanas, fuegos artificiales y verbenas, buen comer y mejor beber.

Pero sobre todo, habrá encierros. Y encierros nocturnos. ¿Qué sería de Torafe sin sus encierros?

Como es mi obligación, os animo a que participéis con el mayor entusiasmo en todas y cada una de estas celebraciones.

Y dicho esto, pensaba yo mientras preparaba estas líneas, ¿se acabó el pregón? ¿Gritamos todos ¡viva Torafe! y nos vamos a refrescar el gaznate?

Quizás eso es lo que debería hacer un pregonero de verdad. Pero, me dije, ¿no debería aprovechar esta invitación de vuestro alcalde para reflexionar sobre ese lazo invisible, pero poderoso, que une a las personas al terruño en el que nació?

Es más: ¿no es éste un momento adecuado para reflexionar sobre que sólo es posible volver al pueblo y verlo tan vivo como lo vemos hoy, gracias a que hubo quienes aquí se quedaron y aquí siguieron trabajando?

Es decir: ¿no debemos los que nos fuimos un homenaje a quienes se quedaron y cuidaron esta histórica villa llena de vida?

Y por otro lado: ¿no hay que rendir tributo también a quienes, antes de perecer de hambre, enfilaron ese duro camino que siempre conduce al norte y con todo el dolor de su alma salieron en busca de pan y fortuna para sí y su familia?

Muchos de esos que se fueron nunca más pudieron regresar. Descansan en tierra extraña, una tierra que fecundaron con el sudor de su frente, con su tesón y su esfuerzo.

El hambre ha empujado, a lo largo de la historia, a cientos de millones de personas a moverse de sus lugares de origen. La emigración es un fenómeno universal. Esta tierra nuestra sabe mucho de ello.

Pero ha habido pueblos que tuvieron la desgracia de ver cómo prácticamente todos sus hijos se veían forzados a emigrar. Hoy son pueblos muertos, habitados por fantasmas. Los vemos alguna vez cuando se atraviesan los viejos campos de Castilla o Aragón.

No hay nada más triste para quienes sentimos esa llamada misteriosa de la tierra que nos vio nacer, que no poder regresar a nuestro pueblo porque desapareció, por ejemplo, tragado por las aguas de un pantano, – ¡el desarrollo, qué caro se paga!–, o desaparecido en el mar del olvido porque ya solo quedan cuatro ancianos y un rebaño de cabras.

Quienes han nacido en las grandes capitales envidian a quienes hemos nacido en pequeños pueblos. El habitante de la gran urbe pierde la perspectiva de su origen. ¿Qué ataduras tienen aquellos que vieron la primera luz en los arrabales despersonalizados de las grandes ciudades? Unos arrabales de los que uno lucha durante media vida para salir, ¿cómo va a tener luego la añoranza de volver?

¡Cómo nos envidian esos pobres desarraigados a quienes tenemos un pequeño pueblo al que regresar!

En alguna ocasión, no tantas como me hubiera gustado, he vuelto a Torafe. De repente, uno siente la necesidad de ver el sitio donde llegó a este mundo, donde abrió los ojos por vez primera. Quizá los que se quedaron siempre aquí no comprendan bien el sentimiento que me embargaba cuando regresaba aquí y recordaba, callejeando por Torafe, las viejas historias que me contaban mis padres, mis abuelas, mis tíos. (Mis abuelos murieron antes de que yo alcanzara la edad mínima para recordar sus palabras).

Es muy posible que me entiendan bien quienes se vieron forzados a un amargo exilio para no morir de hambre o bien porque la vida los llevó por otros rumbos que se habían trazado fuera de las murallas de Torafe.

Pero créanme: la emoción me embarga cuando regreso a Torafe y paseo por la calle de la Cruz, donde nací, o por la Carrera, en cuyo numero 1 vivieron mis abuelos, Cayetana Gutiérrez Membrilla y Victoriano Román Muñoz, zapatero remendón, vendedor de vinos a granel, y más tarde de telas y otras mercancías varias.

O la calle del Pozo de la Nieve, donde vivieron mis otros abuelos, Pedro Orozco y su mujer Ana Reyes López, mi abuela centenaria que murió a los 102 años y que descubrió el teléfono cuando ya había sobrepasado el medio siglo de existencia. Aún recuerdo la estampa de mi madre sosteniendo el aparato cerca de la oreja de mi abuela cuando sus hijos emigrados a Bilbao la llamaban por teléfono. La abuela no agarraba el artilugio, pues pensaba que podía recibir una descarga eléctrica.

Aquella casa del Pozo de la Nieve tiene un especial significado para mí: dicen que allí nací por segunda vez. Habían mis padres, Pedro María y Dolores, emigrado tres o cuatro años antes. Después de unos meses viviendo en Úbeda, se instalaron definitivamente en Manzanares, pueblo al que llegó mi padre, como tantas veces nos contó, con 3.000 pesetas y un baúl lleno de ropa y comida. Ésa, más su esposa y sus cuatro primeros hijos, eran toda su fortuna. Que no era poca.

Mis padres, como queda dicho, formaron parte de ese ejército de emigrantes andaluces que inició su marcha en busca de mejor fortuna al poco de terminar la guerra civil, en los años cuarenta, los años del hambre.

Se iniciaba así todo un flujo migratorio que llevaría lejos de sus hogares a miles y miles de torafejos, de jiennenses, de andaluces en distintas oleadas. En los años 40, los más desesperados o los más audaces, daban lo que entonces era un gran salto: cruzar Despeñaperros e instalarse en La Mancha, entonces tierra de pan y promisión.

El segundo gran salto se producía a Madrid; después, más al norte: Barcelona, Bilbao. A la capital vasca fueron a parar muchos hermanos y hermanas de mi madre, como si esos Orozco quisieran regresar al lugar del que salió aquel primer Orozco, que bajó desde Vasconia a pelear contra el moro en estas tierras bajas del Sur, y que dio nombre al pueblo que hoy se alza a pocos kilómetros de Bilbao. Por último, ya en los años 60, Alemania y Suiza acogieron a los emigrantes andaluces.

Así, este pueblo nuestro que mantuvo su población casi estable desde comienzos del siglo hasta bien entrados los años sesenta en torno a los 5.000 habitantes, llega desangrado al final del milenio con poco más de 1.000. (1.269, según el censo de 1997, para ser exactos).

Carne de emigración. Eso fuimos.

Pues bien, en aquel pueblo manchego al que mis padres fueron a parar casi de milagro enfermé de bronquitis a los pocos meses de llegar.

Mi tía María cuenta que el médico me recomendó aire sano y que por eso me enviaron a Torafe, con mi abuela Ana Reyes, viuda ya, demasiado joven, ella que iba a ser centenaria.

En aquella casa del Pozo de la Nieve, así llamada porque aseguran que allí, en aquel viejo pozo hecho por los moros hacía cientos de años se guardaba la nieve en el invierno, me recuperé. Casa también conocida como la casa de las orozcas, pues desaparecido el padre, sólo quedaban la viuda y las hijas casaderas.

Pues bien, aseguran aquellas orozcas que allí me curé y casi dos años después me reenviaron a Manzanares sano y gordote.

Con el paso de los años, esas historias de mi infancia –mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, decía Machado; la mía son historias contadas al amor del brasero en aquellas largas tardes de invierno, cuando la televisión aún no había irrumpido en los hogares y nuestros mayores aprovechaban aquellas horas para recordar sus orígenes y transmitirnos una riquísima historia hablada– esas historias, decía, con el paso del tiempo fueron provocando en mí, y me imagino que en muchos otros, el deseo de saber más cosas del pueblo en el que había nacido.

Comencé a sentir curiosidad por mi pueblo: su historia, sus monumentos, sus gentes. Y comenzabas a sentirte orgulloso de haber nacido en este pueblo perdido, de nombre impronunciable.

– ¿Como dice que se llama el pueblo donde ha nacido?

Y uno tiene que deletrear: Iz-na-to-raf.

– ¿Y eso dónde está?

Ése era el momento esperado para dar largas explicaciones de que mi pueblo está en Jaén, muy cerca de donde nace el Guadalquivir, enfrente de la puerta de entrada a la extraordinaria sierra de Cazorla, y que tiene ese extraño nombre, Iznatoraf, porque hace muchos, muchos siglos, fue una fortaleza rodeada por una resistente muralla del siglo XIII, sobre la que se alzaban 11 fortines, y a la que se accedía por 9 arcos.

En su interior, contaba, había un precioso castillo del que por desgracia ya quedan pocos restos.

Un castillo que primero árabe. “Castillo de los límites”, dicen que significa Iznatoraf. Luego, cristiano, cuando un rey santo, Fernando III, se lo arrancó a los moros allá por 1226.

No hay que dejar respirar al que escucha. ¿No querían saber la historia de mi pueblo? Pues tomen un poco más:

Y añadía: mi pueblo es tan antiguo que incluso fue citado por Julio César hace dos mil años, quien casualmente pasó por aquí y señalando con el dedo dijo: Promontorius... O eso dicen que dijo.

Uno comienza a sentir tal pasión por su pueblo que escarba en la historia y encuentra datos de su vieja iglesia, construida hace ya casi cuatrocientos años.

Una iglesia por cuyas entrañas yo he andado cuando ya de mozalbete mis padres me enviaban a Torafe por estas fiestas de septiembre. Me alojaba en lo que entonces era la casa del sacristán: en la misma iglesia, al pie de la torre, allí donde mi primo José Manuel, el hijo del herrero sacristán, nacido el mismo mes que yo y el mismo año, esperábamos con ansiedad que nos mandaran a tirar de las campanas...

Después se produce el gran salto: uno se va a la gran ciudad, estudia, se casa, trabaja, tiene hijos, emigra, viaja, se va a las Américas...

Pero la añoranza sigue: Izatoraf es un destino al que se regresa, aunque sólo sea con la mente. Y me encuentro, ¡cómo lo recuerdo!, en un hotel de un pueblo canadiense hablando con un colega periodista llamado Tico Medina, quien de repente me dice que quiere comprarse una casa en un sitio rarísimo que se llama Iznatoraf...

Y yo le digo:

– Pero Tico, si ese es mí pueblo.

– Ya lo sabía –me contesta el viejo lobo del periodismo nacido en la vega granadina, también a la sombra de un castillo, éste mucho más grande, que es la Alhambra.

Y quizá cuando se van acortando los días de nuestra vida, uno regresa a los orígenes, como si quisiera volver a empezar.

Y por eso le agradezco al alcalde, José López Villacañas, que me haya invitado a venir hoy aquí, a gritar ¡Viva Torafe! y que comiencen las fiestas. Y también agradezco a Salvador Martínez Villacañas, notario de cuanto acontece en esta ciudad, su valiosa colaboración y ayuda.

Pero sobre todo estoy agradecido a nuestro alcalde porque con esta invitación me ha obligado a poner sobre el papel ideas que rondaban por mi cabeza desde hace mucho, mucho tiempo: dar las gracias a todos los que os quedasteis, a los que habéis seguido viviendo aquí.

Gracias a vosotros, este pueblo no ha muerto. Habéis mantenido vivo el pueblo y gracias a vuestro sacrificio y esfuerzo los que nos vimos forzados a irnos, hoy podemos regresar y sentir que la vida late aún en las estrechas calles de este antiguo castillo de los límites.

No os quiero aguar la fiesta, dios me libre, pero llegado a este punto he de recordar a quienes ya nunca pueden volver físicamente a su viejo pueblo, porque cruzaron el límite del que ya no se regresa.

Hace menos todavía de un mes que mi padre se fue para siempre. ¡Cómo le habría gustado ayudarme a recordar historias para este emocionante momento!

Ya no tengo abuelas, ya no tengo padres que me cuenten historias de mi infancia vividas en este bendito lugar. Pero yo os prometo que no olvidaré las que ya conozco y que seguiré averiguando como sea otras nuevas.

Y me vais a permitir, para despedirme, que os lea uno de los 80 poemas (tantos como años vivió) que mi padre, ciego, compuso memorizando verso a verso, después de una visita a Torafe:

Cerro que nos vio nacer
Torafe o Iznatoraf
Te llamen como te llamen
Como te quieran llamar
Tus numerosos hijos ausentes
Nunca te olvidarán
Te llamen como te llamen
Torafe o Iznatoraf
Te llevan dentro de su corazón
Por donde quiera que van

No os doy más la lata. Ahora, toca vivir a tope las fiestas
¡Viva Torafe!

Iznatoraf, el 29 de agosto de 1999.

Román Orozco

 

Texto: Román Orozco - Pregonero de Fiestas 1999
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