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PREGÓN DE LA FERIA Y FIESTAS DE IZNATORAF
EN HONOR DEL SANTÍSIMO CRISTO DE LA VERA-CRUZ

JOSÉ CUENCA ANAYA - Hijo Predilecto de Iznatoraf

29 de agosto de 2004

La Corporación Municipal me ha invitado a ser el Pregonero de las Fiestas del año 2004. Y aquí estoy. Para unirme a mis paisanos en esta ceremonia de apertura, con un grito de alegría; y para recordar un pasado compartido con muchos que esta noche estáis aquí. He venido con un claro objetivo: decir a los más jóvenes que se sientan orgullosos de sus raíces, hundidas en esta vieja y noble Villa: una altiva roca peleadora, famosa desde hace más de dos mil años. Una villa limpia y bien cuidada, que hoy es un ejemplo de comunidad viva y dinámica, activa y bulliciosa, abierta a los nuevos desafíos de la modernidad; pero que desea preservar, como su más rico patrimonio, las glorias del pasado. Un pasado en el que ha visto desfilar, bajo este cerro desafiante, las huestes de Cartago, las legiones romanas, las huestes del Islam y las tropas aguerridas del Rey Santo, que plantó sus pendones sobre la fortaleza árabe, hace ya casi ocho siglos, y le dio a Iznatoraf un Libro de Oro, con sus leyes y sus fueros.

Hace ahora dieciséis años, siendo Embajador en Moscú, Iznatoraf me nombró su hijo predilecto. Entonces os dije que guardaría ese título, junto a mi corazón, como la recompensa más preciada, por encima de cualquier otro honor de los que había recibido, o pudiera recibir, a lo largo de una vida consagrada al servicio de España. Ese día vine con mis hijos. Hoy he traído a mis tres primeros nietos. La familia ha aumentado, ya veis; y yo he querido que me hagan compañía en esta noche grande, tan grata a para mí.

Imagen del José Cuenca durante el pregón

Queridos niños.

Andrés, Alejandro y Nicolás viven en Filadelfia, al otro lado de la mar. Están aquí, junto a tantos niños que nos hacen compañía. Y es precisamente a vosotros, chiquillos y chiquillas de Torafe, a quienes voy a dirigir este pregón. Para hablaros de lo que ha sido la vida en un pueblo tan ilustre. Para pediros que cuidéis de su futuro, porque está ese provenir en vuestras manos. Y para que os sintáis orgullosos de pertenecer a esta gran familia, llevando el honor de la estirpe torafeña por los cuatro puntos cardinales.

Cuando volváis a Filadelfia, vosotros tres, decid a los amigos que habéis estado en una Villa muy antigua, que ya tenía más de mil años cuando los Padres Fundadores aprobaron la Constitución americana. Y los demás, los que vivís aquí o en otras ciudades españolas, contadle a los chavales que habéis tomado parte en las fiestas de una antigua fortaleza rodeada de murallas, con nueve puertas para entrar. Un lugar que tiene escrita, sobre sus piedras milenarias, una rica y vieja historia. Un lugar donde, si te asomas con lo oscuro a las barbacanas del Solano, puedes ver los fulgores de más de treinta pueblos, entre los montes de Cazorla y los altos de la Loma. Un lugar tan elevado que, en las noches claras del invierno, casi puedes tocar las estrellas con las manos.

¿Sabéis queridos niños, por qué muchos de vosotros venís desde tan lejos? Os lo voy a decir: porque este pueblo, como tantos otros de Jaén, pasó por el amargo trance de la emigración. Los tiempos venían malos, y las gentes se vieron obligadas a buscar trabajo en otra parte. Para ellos fue muy duro. Más aún lo fue para sus padres, que nunca se adaptaron a vivir en los suburbios de Valencia o Madrid, en el cinturón industrial de Barcelona o en las grandes capitales europeas. Allí pasaron los últimos años de sus vidas, recordando las tardes de paseo al pie de las murallas, los temperos del Solano, el Postigo del Aceite, la Placeta del Convento, el Pozo de la Nieve: nombres hermosos y entrañables, que les hablaban del lugar donde nacieron, que no volverían a ver jamás. En sus noches de ruidos, cemento y contaminación, confinados en ciudades hostiles y lejanas, esos torafeños que emigraron vivieron el dolor de su tierra perdida: el recuerdo de los campos de amapolas, la añoranza de sus fiestas, la nostalgia del trigo y la aceituna.

Algunos, los más pobres, se fueron con lo puesto, llevando solamente sus humildes hatillos. Otros, añadieron a ese modesto ajuar una estampa del Cristo de la Vera-Cruz, cuyas Fiestas he venido a pregonar. Y as El se encomendaron pidiéndole Su amparo y protección. Porque aquí, en esa hermosa iglesia, que es la envidia, estaba escrito: “No temáis, que Yo he venido al mundo”. Y los bravos torafeños no temieron. Y en su temple de hombres recios y en su Santo Patrón –mil veces sea bendito- encontraron la fuerza necesaria para vencer en la pelea cotidiana; y encontraron la ilusión para traeros a vosotros, que habéis nacido fuera, a conocer lo que ellos más querían, vuestro pueblo, vuestro Cristo y vuestras fiestas. Hoy quiero que rindamos tributo a los abuelos, a los que emigraron, y a los que permanecieron. Y que los que nunca conocisteis esos años de penar y sufrimiento, les digáis conmigo a coro, a los unos y a los otros: podéis sentiros orgullosos, junto a todos los de esa generación de valientes luchadores. Porque con esfuerzo valor y sacrificio, habéis hecho y entregado a vuestros hijos la España que hoy tenemos: una España de paz, justicia y libertad.

En este pueblo nací yo, hace... bueno, hace muchos años. Y en él pasé los primeros tiempos de mi infancia, junto a otros chaveas como vosotros. Asistí a la escuela de don Pablo, a la que fueron Miguel, Esteban y Rafael; Sergio, Manolo, Pedro Juan y mis hermanos, con algunos de los que hoy están aquí. Hacía frío en los pupitres, por aquellos días de hielo –incluso latas de ascuas debíamos llevarnos, para poder cerrar las manos ateridas y coger los palilleros-, y contábamos con muy poquitos medios: una esfera, un mapamundi, una pizarra y unos cuantos libros y cuadernos, con las tizas muy escasas, los lápices prestados, la tinta hecha con polvos y las plumillas prendidas a toscos palilleros. Pero en aquella escuela inolvidable aprendí todo lo que sé; ese sólido cimiento que nos forja para siempre, esa sobria disciplina que te enseña a cumplir y a respetar, ese saber fundamental que abre nuestros ojos a la vida. Don Pablo era mi padre, y él también se tuvo que ir. Como se fue mi madre: una guapa y valiente torafeña, que supo dar carrera a sus diez hijos en los tiempos tremendos que siguieron a la guerra y que, próxima a cumplir sus primeros 97 años, no puede estar hoy con nosotros; pero todavía mantiene el ánimo templado, claras las ideas y abierto el corazón a lo que siempre fue su norte y su destino: el amor a los demás.

Mirad, niños. Entonces non teníamos juguetes, pero sabíamos divertirnos. En la Era Cantera jugábamos al mocho; y en las calles y plazuelas, al cangreje, al lapo y a la pava. Y jugábamos al aro, echándole un buen freno con la horquilla que nos hacía Miguelico porque, como se escapara aquel rulo de hierro calle abajo, ya no podías sujetarlo. Y, sobre todo, teníamos las bolas, nuestro pasatiempo preferido. Eran de cuatro clases: de níquel, buenas, picudas y cristalas. Cada una conservaba su valor y había que andar muy listo: si en los cambios debías recibir una bola buena y no abrías bien los ojos, te daban gato por liebre y, como decíamos los chicos, “podían meterte un picudón como una casa”. Yo jugaba en la Placeta del Convento y delante del transformador. Lo hacía con mis vecinos: Miguel Blanquita, Manolo Segura y Cristóbal Navío que, por cierto, era un buen laña. Menudo era el Cristóbal. Cuando inclinaba la cabeza, poniéndola de lado para concentrarse bien, podía dejarte rucho en un decir Jesús. La única solución para no quedarte limpio era que lo llamara Mama Trini, a la hora de comer. Entonces, sacaba una talega, metía dentro las bolas que nos había ganado, y se iba el tío tan tranquilo, silbando el “Tiro-Riro”.

En primavera, con las cuestas enyerbadas, hacíamos regueros marcando un retregón con agua. Los mejores estaban en las caídas del Solano. Los niños de ahora conocéis los parques de atracciones, con sus luces, carruseles y fuentes de colores. Bien está; pero no hay comparación con aquellas regueras de mi infancia. Preguntadle a los abuelos. Ellos os dirán que se dejaban caer por ese tobogán improvisado, de veinte a treinta metros, con su barrillo fino y resbaloso. Y lo hacían en cuclillas, apoyados sobre las alpargatas, con mucho tiento y buenas mañas. Porque si cogías velocidad y se te iban los pies hacia adelante, no quedaba más remedio que frenar con el trasero, con el resultado bien sabido: agarrar una culera que te dejaba el pantalón para tirarlo.

Las chiquillas, por su parte, jugaban al diábolo y al corro de las patatas, a la rayuela y a la chánjola. Y cantaban el romance de Mambrú se fue a la guerra, y las penas de la pobre viudita del Conde Laurel, que quería casarse y no tenía con quién. Y hacían y deshacían bellas figuras, pasando en fila por los aros que formaban con sus brazos, mientras repetían:

A la flor del romero, romero verde.
Si el romero se seca, ya no florece.

Daba gusto verlas, con sus lazos de seda y sus limpios vestiditos de percal, descoloridos por el sol, saltando a la comba en las aceras. Ellas son vuestras abuelas, y están esta noche con nosotros, todavía tan guapas.

A lo largo del año, vivíamos tres grandes ocasiones señaladas: la Semana Santa, el Día del Señor y los encierros, que nosotros recordábamos durante todo el mes de septiembre, jugando al toro en el Corralón, en las eras del ejido y en la plaza.

La primera de estas fiestas era la Semana Santa. Entonces sólo había dos hermandades de nazarenos, que pasaban por las calles, en un silencio respetuoso, con sus túnicas blancas o moradas. Pero a nosotros, lo que de verdad nos divertía era ver a los romanos, con sus cascos y viseras, sus airosos penachos y sus lanzas. Varias semanas antes comenzaban los ensayos, por la noche. Los oíamos desfilar, a golpe de tambor, y lo hacían con un aire tan marcial que habría sido la envidia del mismísimo Julio César que, según dicen los más viejos papeles, bajó con sus legiones por el valle del Guadalimar. El día de Viernes Santo, cruzaban sus armas para impedir el encuentro de la Dolorosa con el Cristo Nazareno. El Ángel, con su túnica de raso y sus alas de papel, entonaba su oración:

Dónde vas, Madre querida, que tan afligida estás.
Vas en busca de tu Hijo, y no te dejan pasar.

Los sayones no eran mala gente y, al final, conjurados por el emisario divino, dejaban libre el paso y todos podían ver lo que esperaban, con un escalofrío de emoción: el Encuentro de la Virgen con su Hijo, que marcaba el acto culminante de la Semana Santa.

Pero el día grande de los niños era el Sábado de Gloria. Con la iglesia de bote en bote, dos filas de romanos se situaban a uno y otro lado del altar. Cuando llegaba el momento tan deseado, don Tomás alzaba los bazos al cielo, proclamando la noticia gozosa que ponía punto final a la Semana del Dolor: ¡Gloria in excelsis Deo! En la iglesia se hacía un total silencio, para que se oyera bien lo que venía a continuación: el golpazo de la caída. Porque entonces, esas dos filas, en un movimiento concertado, se dejaban ir al suelo, a plomo y sin pestañear, con un ruido temeroso de lanzas partidas u corazas abolladas. Era un rito repetido año tras año: la forma de reconocer la derrota de la muerte ante la vida, el rendido vasallaje hacia el Cristo triunfante y poderoso, en la gloria de Su Resurrección. Los monagos, Manolo y Antoñito, batían las campanillas y dejaban de lado las maracas; Manuel el sacristán repicaba alegremente las campanas; y la centuria salía de la iglesia tirando cohetes y petardos, en un estruendo nunca conocido, que se sepa, en la auténtica Roma del Imperio. Y, eso sí: se llevaban detrás a medio pueblo y a todos los chiquillos, sin hacer caso al pobre cura, que terminaba la Misa casi solo, rodeado de unos cuantos feligreses y sus siempre fieles beatas.

Luego vendrían los más viejos a decir que “la caída” había estado bien, pero no como otros años -¡dónde va!-, cuando Pedro, Francisco y el Bartolo se tiraban sobre el mármol, con un fragor de trueno, haciendo saltar chispas de la piedra con sus petos y rompiendo en mil pedazos las celadas.

El Día del Señor era la segunda fiesta grande. Los hombres traían desde el Río las juncias y los ramos, para vestir las calles principales, por donde había de pasar la procesión con la Custodia. Vuestros abuelos, que ahora están ahí sentaditos, tan formales, armaban lazos de junco y trampas de mucha picardía para que, bien disimuladas tras las hojas de los olmos, tropezasen las mocitas que estrenaban sus primeros zapatos de tacón. Ellas sacaban sus mejores perejiles y, con la llegada del buen tiempo, se ponían de manga corta. Al concluir el acto religioso, se iban en pandillas mirando de reojo a los mocicos; o enfilaban por la calle del Rincón, “a dar la rápida”. Era, tres los duros días invernales, de nieblas, escarchas y arremocos –así le decíamos a los chuzos-, la proclamación oficial de que la primavera había llegado. Era, amigos míos, la ocasión de echarse novia.

Hoy os quiero dar, a mis nietos y a todos los chiquillos, un buen consejo: que os caséis con una torafeña. Son bien lindas, como podéis ver si miráis alrededor. Pero también quiero deciros que observéis las tradiciones, porque si el pretendiente es forastero –y es el caso de muchos de vosotros-, aquí existía una costumbre que es preciso rescatar. Y es ésta. Cuando se pretende a una muchacha, los mocicos os presentan una teja y os preguntan: aquí está la teja, ¿se rompe o se deja? A eso tenéis que contestar: que se rompa, que yo pago lo que sea. Entonces, un hermano de la chica estampa la teja contra el suelo, y vosotros invitáis a los presentes. Y todos tan contentos. Porque uno no puede llevarse una moza de Torafe así como así. Hay que convidar a sus paisanos. Y si lo intentas sin pagar lo que es de ley, te puede suceder lo que, hace muchos años, le ocurrió a un zagal de Villanueva.

Según me contaron, cuando chico, un mozo de ese pueblo se prendó de una chavala que vivía en La Carrera y, siguiendo la costumbre, los de aquí le presentaron la consabida teja. El novio, que era muy suyo, dijo que él no convidaba. Y como los de Torafe también eran como eran, decidieron dar un escarmiento: lo metieron en un banasto de uva y lo dejaron caer por la cuesta de la Cava, camino de su casa. Madre mía, la que se armó. Cuando avisaron al médico, que era el tío Pepe Ortega, tuvo que bajarse al melonar donde se había detenido la banasta, pensando que, después de semejante viaje, al muchacho no le habría quedado hueso sano. Pero se equivocó. Por la influencia milagrosa de algún santo, no se sabe cuál, lo encontró tierno y maduro como una de esas brevas de la Extrema, pero sin quebrantos ni roturas. El tío Pepe lo acabó de restaurar, con bálsamos de alivio y suaves maznaduras. Y el chico, con la lección bien aprendida, subió a los quince días a romper la teja. Y entonces lo hizo bien: se pagó una generosa convidada y, después de una boda de postín y mucho trueno, se fue con su mujer a vivir a Villanueva, donde fueron muy felices.

Otra instantánea del acto

Mis queridos niños.

El tercer gran momento llegaba a primeros de septiembre. Eran los días de las fiestas. Desde muy temprano, la banda de música del Maestro Carrillo (luego, durante casi veinte años, la dirigió el Maestro González Magaña, que está ahí sentado en una silla) recorría todo el pueblo. Tocaba, rodeada de chavales gritadores, la diana floreada y los alegres pasacalles, que abrían el programa de festejos y preparaban los ánimos para todo lo demás: las corridas (de toros, novillos o vaquillas), las funciones religiosas, los bailes y la pólvora. Porque si el Ayuntamiento tenía fondos, se armaba una función de fuegos artificiales, bien famosa y bien sonada. A las chicas les gustaba ver las ruedas y los cohetes con sus lágrimas; pero a nosotros, lo que de verdad nos divertía era el trueno gordo, que hacía temblar hasta los cimientos de las casas. Un año, al polvorista se le fue la mano y el trueno pegó tal estampido que saltaron en pedazos los cristales de la plaza. No me quiero ni acordar.

Y llegaban los encierros. Aquello sí que era divertido. Desde las primeras horas de la tarde, te asomabas al Solano a ver venir los toros. Estaban por encima del Molino del Niño, comiendo tan tranquilos en los prados y rastrojos –entonces no había olivas en las cuestas-, o en algún melonar recién cogido. Hasta que alguien lanzaba el grito que nos ponía nerviosos: ¡ya vienen los toros por los Pilarejos! Era el toque de aviso, el comienzo de la fiesta, en la que también participaban gentes venidas desde fuera: de Villacarrillo, Villanueva y Sorihuela.

Como bien sabían en las Villas, cada pueblo de la zona tenía su especial gracia. Y la gracia de Torafe eran los encierros. ¿Sabéis por qué?: pues, porque todos, forasteros y vecinos, los vivían con pasión. Cada cual cumplía su cometido: las mujeres gritaban, los rapaces aplaudían y los mozos se arriesgaban corriendo con los toros, hasta agarrarse a la ventana salvadora, aunque alguno se dejara en el intento, prendido de los cuernos de un novillo, un jirón de sus calzones. Por fin, el río humano y la manada de bravos y cabestros se metían por los palos entre sustos, revolcones, palmas y alegría.

Así eran las Fiestas que he venido a pregonar, por deseo de nuestro Alcalde y Corporación Municipal, a quienes quiero agradecer esa invitación –transmitida por mi buen amigo Salvador-, tan honrosa para mí, que me ha permitido estar hoy con mis paisanos. Y quiero expresar mi gratitud a las autoridades, venidas de Jaén y Albacete para hacernos compañía, en esta noche señalada. Y pediros a todos, chicos y mayores, que hagamos de estas Fiestas, en honor del Santísimo Cristo de la Vera-Cruz, una ocasión para encontrarnos con los nuestros. Y para tener presentes, en el amor y en el recuerdo, a los muchos que se fueron.

Ya sólo os deseo que disfrutéis de las verbenas y los cohetes, las capeas y los encierros. Que rompáis vuestros zapatos a fuerza de bailar. Que comáis roscos de baño, ajo morcilla, borrachuelos, gachas dulces y los ricos guisos que os van a preparar vuestras abuelas. Que recorráis las calles –tan cuidadas por las torafeñas, que las han llenado de flores y macetas- a la hora tempranera de la diana despertando a los vecinos, dando vueltas con la banda. Y que gritéis conmigo:

¡Viva el Santísimo Cristo de la Vera-Cruz!
¡Viva Torafe!
¡Y que vivan para siempre nuestras Fiestas!

José Cuenca Anaya
Embajador de España. Hijo Predilecto de Iznatoraf.

 

Texto: José Cuenca Anaya - Pregonero de Fiestas 1999 -
Embajador de España - Hijo Predilecto de Iznatoraf
Fotos: Miguel Agudo Orozco
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